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por Daniel Felipe Monsalve Bolívar - POR PUBLICAR
La violencia sexual atenta contra la libertad, la dignidad y la integridad de las personas. En Colombia, estos hechos son tipificados como delitos contra la libertad sexual, y lamentablemente sus principales víctimas son mujeres y niñas. Las cifras respaldan esta realidad: solo en 2020 se reportaron 7.669 casos de violencia sexual, de los cuales 83,7% correspondieron a víctimas femeninas, y cerca de 73% fueron niñas, niños o adolescentes. Detrás de estos números hay vidas marcadas por el trauma, y una constante: muchas víctimas temen denunciar por el trato que podrían recibir. De hecho, se estima que más del 70% de las mujeres víctimas de violencia sexual en Colombia no denuncian por temor a no ser creídas o a ser estigmatizadas durante el proceso judicial.
Frente a esta situación, surge la necesidad de abordar la justicia penal con una perspectiva de género. Esto implica reconocer las desigualdades históricas y los estereotipos que suelen rodear a la violencia sexual, para así garantizar un trato justo, empático y libre de sesgos hacia las víctimas. La perspectiva de género busca que ni las investigaciones ni los juicios revictimicen a quien ha sufrido estos delitos, es decir, que no se le cause un daño adicional a través del mismo sistema de justicia. En esta labor, la figura del apoderado de las víctimas (el abogado o representante legal que actúa en defensa de los derechos de la víctima dentro del proceso) juega un papel fundamental. A continuación, exploraremos cómo se aplica el enfoque de género en los casos de delitos sexuales en Colombia desde la óptica de un apoderado de víctimas, destacando su rol y la importancia de evitar la revictimización en cada etapa, especialmente durante los interrogatorios, contrainterrogatorios y alegatos finales.
Aplicar una perspectiva de género en los procesos por delitos contra la libertad sexual significa juzgar sin prejuicios ni estereotipos basados en el género. En el pasado, era común que se dudara de la palabra de la víctima o se le responsabilizara implícitamente de la agresión sufrida (por su manera de vestir, por haber consumido alcohol, por su vida privada, etc.). Estos sesgos han causado que la administración de justicia, en ocasiones, incorpore conceptos erróneos en sus decisiones. A pesar de importantes avances normativos en materia de derechos de las mujeres, aún persisten en algunos fallos prejuicios y estereotipos de género, lo que conlleva a revictimización y a una injusta culpabilización de las víctimas de delitos sexuales. En otras palabras, cuando un juez o un abogado permite que ideas machistas influyan en el proceso, se está perpetuando la violencia: se duda de la víctima por ser mujer, o se minimiza la gravedad del abuso con argumentos basados en mitos.
Incorporar el enfoque de género implica varias acciones concretas. Por un lado, los operadores de justicia deben evitar cualquier lenguaje o actuación que resulte sexista o degradante. El uso de palabras o expresiones que refuercen estereotipos (por ejemplo, tildar a la víctima de “mentirosa” o “mitómana” sin fundamento, o sugerir que “lo provocó” por su comportamiento) está completamente reñido con este enfoque. De hecho, recientemente el Tribunal Administrativo de Cundinamarca condenó a la Rama Judicial por el uso de lenguaje sexista y revictimizante en dos sentencias penales de un caso de violencia sexual. En esas decisiones judiciales (emitidas en 2016 y 2017), los jueces desestimaron el testimonio de una mujer que había sido secuestrada, torturada y violada en el marco del conflicto armado, llegando a calificarla injustamente de “mentirosa” y “mitómana” en sus fallos. Esto no solo la revictimizó, sino que constituyó —en palabras del propio Tribunal— “una forma de violencia institucional”. El caso sentó un precedente al reconocer que el Estado es responsable del daño causado cuando sus jueces no respetan los estándares de enfoque de género ni los derechos de las víctimas en sus decisiones. Asimismo, se fundamentó en obligaciones internacionales asumidas por Colombia, como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y la Convención de Belém do Pará, que exigen proteger a las mujeres frente a la violencia institucional, simbólica y verbal. En suma, los jueces y fiscales colombianos tienen el deber jurídico de juzgar con perspectiva de género, evitando cualquier actuación que refuerce la desigualdad o cause un trato indigno a la mujer víctima.
En el sistema penal colombiano, la víctima no es una simple espectadora: la ley le reconoce derechos y un espacio para ser oída a través de su representante judicial o apoderado. El apoderado de las víctimas es el abogado que asume la representación de la víctima durante el proceso penal, con la misión de promover sus derechos a la verdad, justicia y reparación. A diferencia del fiscal (que busca probar la responsabilidad del acusado en nombre del Estado) y del defensor (que representa al acusado), el representante de la víctima actúa específicamente en interés de quien sufrió el delito. Aunque técnicamente no es una “parte” en el proceso, goza de facultades importantes: puede aportar pruebas, alegar en las audiencias, intervenir con preguntas y objeciones, e incluso impugnar decisiones que afecten los derechos de la víctima.
Desde la perspectiva de quien ejerce este rol, el trabajo equilibra tanto competencias jurídicas como sensibilidad humana. Por un lado, el apoderado de la víctima debe conocer a fondo el expediente, la tipificación del delito sexual y las garantías procesales; por otro, debe brindar acompañamiento empático a su representada(o), entendiendo el impacto emocional que el proceso judicial tiene sobre alguien que ha vivido violencia sexual. Un principio rector del rol es procurar que la víctima no sea revictimizada a lo largo del trámite. Esto significa, por ejemplo, evitar que deba relatar los hechos innecesarias veces, protegerla de confrontaciones directas intimidantes con el agresor y exigir un trato respetuoso por parte de todos los intervinientes.
En mi experiencia personal como apoderado de víctimas, he comprobado que muchas veces actuamos como guardianes de la dignidad de la víctima dentro de la sala de audiencias. Nuestra voz debe alzarse cuando percibimos alguna injusticia o maltrato: si el tono de una pregunta es acusador o si se intenta introducir un estereotipo dañino, corresponde intervenir de inmediato. No se trata de dar un trato privilegiado a la víctima, sino de asegurar que tenga un trato equitativo, libre de sesgos, tal como lo establece la Constitución y los tratados internacionales. Un buen representante de víctimas debe, ante todo, estar capacitado en enfoque de género y trauma, para entender por qué ciertas actitudes o preguntas pueden hacer daño. Lamentablemente, esta capacitación no siempre es la norma; aún se ven profesionales del derecho que, por desconocimiento o falta de sensibilidad, pasan por alto estos principios básicos. Por eso, parte del rol también implica una labor pedagógica: recordarle al juez o al contradictor cuando algo vulnera los derechos de la víctima, sustentándolo en la normatividad vigente y en las recomendaciones de la alta jurisprudencia colombiana.
El momento del interrogatorio (cuando se le hacen preguntas a la víctima sobre lo ocurrido) es especialmente delicado en un caso de violencia sexual. Para la víctima, declarar en público los detalles de una agresión es de por sí una situación difícil; si a esto se suman preguntas inapropiadas o tratos hostiles, el proceso judicial puede convertirse en una segunda forma de violencia. Aquí es donde la perspectiva de género debe aplicarse con mayor rigor, y el rol del apoderado de la víctima resulta crucial.
Desafortunadamente, en muchos juicios hemos visto a abogados defensores mal preparados que formulan preguntas improcedentes, buscando minar la credibilidad de la víctima a través de estereotipos. Por ejemplo, interrogar a la víctima sobre la ropa que vestía en el momento de los hechos insinúa que su apariencia pudo provocar la agresión –una idea totalmente machista y ajena a la realidad. En un caso sonado en Bogotá, la jueza de primera instancia permitió que incluso la fiscal delegada cayera en ese error, haciéndole preguntas a una adolescente sobre sus prendas de vestir durante el abuso; el Tribunal Superior luego reprochó duramente esta actuación, calificándola como “preguntas revictimizantes” y señalando la falta de enfoque de género en la conducción del juicio. Este ejemplo muestra cómo no se debe llevar un interrogatorio: exponer a la víctima a insinuaciones de culpa constituye una violación al principio de no revictimización.
Para garantizar un interrogatorio con enfoque de género, tanto jueces como abogados deben seguir ciertas pautas básicas:
Respetar la intimidad y dignidad de la víctima: Evitar preguntas invasivas o irrelevantes sobre su vida privada (por ejemplo, indagar sobre relaciones sexuales previas o aspectos personales que no tienen relación con el caso). Estas preguntas, además de impertinentes, pueden resultar humillantes y están prohibidas cuando solo buscan desacreditar moralmente a la víctima.
No sugerir culpabilidad de la víctima: Abstenerse de cualquier interrogante que implique que la víctima “se buscó” la agresión. Cuestionamientos como “¿Por qué estabas en ese lugar sola?” o “¿Qué hacías a esa hora de la noche?” trasladan la responsabilidad a quien sufrió el delito. El enfoque de género exige reconocer que la única persona responsable de una agresión sexual es el agresor; ninguna circunstancia justifica la violencia, y por tanto es inadmisible orientar el interrogatorio a hacer sentir culpa a la víctima.
Tono adecuado y lenguaje claro: Formular las preguntas en un tono respetuoso, calmado y no intimidante. Gritar, amenazar veladamente o emplear palabras técnicas confusas puede re-traumatizar o silenciar a la víctima. El deber de los profesionales es generar un ambiente seguro para que la víctima pueda relatar los hechos con confianza.
Objetar preguntas revictimizantes de la defensa: Si el abogado defensor del acusado realiza preguntas ofensivas, capciosas o basadas en estereotipos (lo cual lamentablemente ocurre a veces), el apoderado de la víctima –e incluso el fiscal– deben oponerse de inmediato. Las normas de procedimiento otorgan esta facultad y los jueces deberían acogerla, eliminando o reformulando esas preguntas. Por ejemplo, las preguntas que ofenden, estigmatizan o resultan reiterativas y perturbadoras deben ser objetadas por ir en contra de la dignidad de la víctima. De igual forma, cualquier intento de la defensa de introducir discriminación (por motivos de género, orientación sexual, origen étnico, etc.) bajo la apariencia de una pregunta, debe ser bloqueado. El apoderado de la víctima actúa aquí como un filtro protector: su tarea es no permitir que la declaración se convierta en un interrogatorio ofensivo o innecesariamente agresivo.
En la práctica, he tenido que intervenir en audiencias para frenar líneas de cuestionamiento claramente revictimizantes. Recuerdo el caso de una joven víctima a la que el abogado del acusado preguntó repetidamente por qué no había gritado pidiendo ayuda durante la agresión. Detrás de esa pregunta subyace el prejuicio de que “si no hubo escándalo, no hubo violación” – un mito que desconoce las respuestas de shock y pánico que muchas víctimas experimentan. Como apoderado suyo, objeté firmemente por impertinencia y crueldad de la pregunta, explicando al juez que tal planteamiento revivía la culpa en la víctima. Afortunadamente, el juez estuvo receptivo: amparó la objeción y recondujo el interrogatorio hacia aspectos realmente relevantes. Este tipo de intervenciones son esenciales para educar también a los demás intervinientes; poco a poco, la cultura judicial va cambiando cuando se insiste en no tolerar la revictimización.
El alegato de conclusión (o alegato final) es el momento en que las partes hacen su análisis y piden una decisión al juez con base en lo probado. En esta etapa, también es imprescindible mantener el enfoque de género y el respeto a la víctima. Sin embargo, algunos abogados defensores –y en ocasiones hasta funcionarios– caen en la tentación de usar argumentos basados en prejuicios durante sus alegatos finales, con tal de generar dudas sobre la credibilidad de la víctima.
Por ejemplo, se ha visto defensas que alegan que la víctima exageró o mintió por obtener algún beneficio, o que su comportamiento posterior al hecho “no es el de una víctima real” (cuestionando que no lloró, o que tardó en denunciar, etc.). Tales afirmaciones desconocen completamente las diversas maneras en que una persona puede reaccionar al trauma. Desde el punto de vista del enfoque de género, ninguna mujer “debería comportarse” de determinada manera para ser creída; no existe un guión único de reacción al abuso sexual. Sugerir en un alegato que la víctima no merece credibilidad porque no encaja en un estereotipo (por ejemplo, pretender que si continuó con su vida cotidiana tras la agresión es porque no fue tan grave) constituye un argumento revictimizante y contrario a la evidencia psicológica sobre el trauma.
El rol del apoderado de la víctima en este punto es salir al paso de esos estereotipos. Aunque los alegatos son exposiciones orales y no suelen ser interrumpidos por objeciones, el representante de la víctima tiene la oportunidad, si participa con su propio alegato o réplica, de desmontar esos argumentos. Puede citar peritajes o jurisprudencia que aclaran que la ausencia de ciertas reacciones no implica falta de veracidad. Incluso puede solicitar que quede en acta la protesta frente a cualquier expresión abiertamente discriminatoria o insultante empleada por la otra parte. No se trata de entrar en disputas personales con el abogado defensor, sino de dejar claro ante el juez que ciertas posturas carecen de sustento y vulneran los derechos de la víctima. Recordemos que, como mencionamos, ya existe reconocimiento judicial de que el lenguaje discriminatorio en la justicia causa daño real. En el caso de Cundinamarca citado, la directora de la Comisión Colombiana de Juristas enfatizó que “el lenguaje construye realidades y puede perpetuar o transformar violencias”, y decisiones como esa envían el mensaje claro de que “el lenguaje no es neutro” en los procesos. Por tanto, en nuestros alegatos debemos esforzarnos por usar un lenguaje respetuoso y evitar cualquier término que pueda reforzar la violencia simbólica.
Un alegato con enfoque de género, por parte del abogado de la víctima, resaltará la valentía de la víctima al denunciar, la existencia de pruebas objetivas (más allá de su testimonio) que corroboran los hechos, y desenmascarará los estereotipos que la defensa pudiera haber utilizado. Por ejemplo, si la defensa insinuó que “no hubo resistencia suficiente”, el representante de la víctima recordará al juez la jurisprudencia que señala que la falta de resistencia no equivale a consentimiento y que el shock puede inmovilizar a la persona. Este enfoque no solo protege a la víctima en el caso concreto, sino que educa al sistema para futuros casos, promoviendo una justicia más incluyente y con conocimiento de las dinámicas de la violencia de género.
Para ilustrar la importancia de todo lo anterior, vale la pena retomar algunos casos ocurridos en Colombia que brindan lecciones sobre qué se está haciendo bien y qué falta por mejorar en la materia de enfoque de género en delitos sexuales:
El caso de la adolescente y las “preguntas sobre su ropa”: Ocurrió en un juicio por abuso sexual a una menor de 14 años en Bogotá. En primera instancia, la jueza permitió que durante el contrainterrogatorio la fiscal preguntara a la menor qué vestía el día de los hechos, información completamente irrelevante para probar el delito pero que implícitamente buscaba poner en duda su conducta. Además, se divulgaron datos en audiencia que permitían identificar a la familia de la víctima, violando su privacidad. El Tribunal Superior, al revisar el caso en 2022, fue tajante en afirmar que el juzgado no actuó con el debido enfoque de género y cometió varios errores cargados de estereotipos machistas. No solo llamó la atención a la jueza, sino también a la fiscal del caso y a otros intervinientes por haber tolerado o incurrido en estas prácticas. Finalmente, el Tribunal revocó la absolución que se había dictado inicialmente y condenó al acusado, reivindicando el testimonio de la víctima y dejando claro que preguntas de ese estilo son inaceptables. Este caso enseña que si el apoderado de la víctima y la Fiscalía hubiesen tenido desde un inicio una mayor sensibilidad de género, se habría evitado el trato irrespetuoso hacia la menor; a la vez, muestra que las instancias superiores comienzan a corregir y censurar la falta de perspectiva de género en los juicios.
El caso de la víctima revictimizada por la justicia (conflicto armado): Es el proceso mencionado antes, en el cual una mujer víctima de secuestro y violencia sexual durante el conflicto armado tuvo que enfrentarse no solo a sus agresores, sino a decisiones judiciales que la maltrataron verbalmente. La Comisión Colombiana de Juristas, actuando como apoderada de la víctima, demandó a la Rama Judicial por esos fallos revictimizantes. En 2025 se logró un hito: el Tribunal Administrativo de Cundinamarca reconoció que los jueces habían vulnerado los derechos de la víctima al referirse a ella en términos ofensivos y estereotípicos, constituyendo esto una violencia institucional de género. Ordenó una reparación simbólica y exigió disculpas públicas, resaltando la necesidad de incorporar efectivamente el enfoque de género en todo el sistema judicial colombiano. ¿Qué aprendemos de este caso? Primero, la tenacidad del apoderado de víctimas (en este caso, una organización defensora de derechos) fue clave para visibilizar la injusticia cometida. Segundo, que el lenguaje importa: frases o calificativos inadecuados en un fallo pueden causar tanto daño como la falta de condena al culpable. Tercero, que existen ya bases legales para exigir una justicia con perspectiva de género, apoyándose en la Constitución y en tratados internacionales, y que las víctimas (con la ayuda de sus representantes) pueden y deben reclamarlos.
Reflexión sobre casos hipotéticos frecuentes: Además de los casos reales, en el día a día nos encontramos con situaciones recurrentes. Por ejemplo, hemos asesorado víctimas cuyo principal miedo era enfrentar al agresor en la audiencia. Aplicando el principio de no revictimización, es posible solicitar medidas como la declaración por video (uso de cámara Gesell), de modo que la víctima no tenga al acusado frente a frente durante su testimonio. En más de una ocasión, el solo hecho de lograr que nuestra clienta no estuviera en la misma sala que su agresor al declarar hizo una enorme diferencia en su tranquilidad y capacidad de narrar lo sucedido. Esto demuestra que la labor del apoderado no solo es reactiva (objetar algo indebido), sino también preventiva: anticiparse a las necesidades de protección de la víctima y pedir al juez las adaptaciones necesarias para evitar un trauma adicional. Cada caso trae sus propias enseñanzas, pero la constante es que el enfoque de género no es una teoría abstracta, sino una práctica diaria que puede transformar la experiencia de justicia de una víctima de violencia sexual.
La justicia penal con perspectiva de género en casos de delitos contra la libertad sexual no es una moda ni un capricho teórico, es una necesidad reconocida para garantizar procesos verdaderamente justos. Cuando hablamos de evitar la revictimización, nos referimos a algo muy sencillo: tratar a la víctima con la empatía y el respeto que merece cualquier ser humano, reconociendo además las particularidades de la violencia de género. Esto abarca desde el lenguaje que se emplea en estrados judiciales, hasta las preguntas que se consideran admisibles y las decisiones que se toman para proteger a quien denuncia.
El rol del apoderado de las víctimas es, en esencia, ser un vigía de esos principios a lo largo de todo el proceso. Debe recordar a todos (jueces, fiscales, defensores) que detrás del expediente hay una persona herida que busca justicia, no una cifra más. Afortunadamente, Colombia avanza en esta materia: sentencias de altas cortes y tribunales están sentando precedente para sancionar la falta de enfoque de género y exigir un cambio de prácticas. Sin embargo, queda camino por recorrer, especialmente en la formación de muchos abogados y operarios de justicia que aún desconocen o no aplican estas perspectivas.
Como reflexión final, cada juicio es una oportunidad para o revictimizar, o dignificar a una víctima. Si la experiencia judicial es respetuosa, sensible y centrada en la verdad sin prejuicios, es más probable que más sobrevivientes de violencia sexual se animen a denunciar y confiar en la justicia. Por el contrario, si permitimos interrogatorios ofensivos o fallos con estereotipos, enviamos un mensaje desalentador a la sociedad y perpetuamos el silencio de quienes sufren estos delitos. Los apoderados de víctimas seguiremos alzando la voz en estrados para que ninguna pregunta ni argumento indebido quede sin respuesta. Al hacerlo, no solo defendemos a nuestros representados, sino que contribuimos a que la justicia colombiana sea cada vez más humana, más consciente de las brechas de género y, en definitiva, más justa.